Una estancia es un pedazo de tierra comúnmente de dos o tres leguas y otras tantas de ancho, ocupadas por numerosos rebaños, vacunos, caballares y lanares: suele haber hasta treinta mil animales en una sola. En el centro hay una gran casa de material, donde reside el propietario con su familia, con los peones (gauchos) y las mujeres propias y ajenas de estos; o un capataz, especie de mayordomo, encargado de la administración y de hacer ejecutar las faenas rurales. Cuando la casa es pequeña, como sucede por lo regular, parte de los gauchos viven en ranchos (chozas de barro y paja), edificados a corta distancia de ella.
Las faenas de la estancia se reducen a cuidar del ganado y a matar diariamente cierta cantidad de reses, según el mayor o menor número de las que posee y necesita el establecimiento.
El trabajo de los peones se limita a enlazar, derribar, y desollar las reses, en lo que han adquirido tal perfección con la práctica, que en pocos minutos las descuartizan y sacan el cuero sin el menor tajo ni partícula carnosa; lo estaquean, y preparan la carne en tiras delgadas para el tasajo o charque, artículo que constituye uno de los principales ramos de exportación.
Fuera de esto, no se crea que el cuidado del peón sobre el ganado es semejante al de los pastores en Europa. El gaucho se levanta antes que el sol, se dirige a los corrales, deja salir los rebaños, y cuando éstos se han derramado por los campos, se vuelve tranquilamente a la casa a tomar mate y fumar hasta la hora del trabajo, si hay trabajo, que por lo regular nada más tiene que hacer hasta que cae la tarde, y es preciso, no siempre, volver a recoger el ganado.
Es la pulpería generalmente un rancho miserable, situado a dos, a cuatro, a seis leguas de la estancia, donde se expende detestable vino, aguardiente, queso, etc.: es el punto de reunión, el rendez-vous, a que asisten de diez leguas a la redonda, los gauchos más cercanos de aquel pago o departamento.
Allí, entre el crujido de los vasos, el estruendo de las carcajadas, el murmullo de las guitarras, el run run de las chilenas (espuelas para domar), el estridor de los puñales, que se cruzan con demasiada frecuencia, y no en vano, se forman esas reputaciones colosales, esos hombres de alto prestigio entre el gauchaje, que más tarde aparecen a su frente e imponen la ley a la sociedad culta e ilustrada de las ciudades.
Artigas, Quiroga, Rosas, todos los caudillos se han apoyado más de una vez sobre el sucio y grasiento mostrador de una pulpería, antes de arrellanarse en la silla del poder.
En estas reuniones se habla de las últimas carreras, y se arman otras nuevas, de las yerras (fiestas para marcar el ganado), de los animales extraviados, de los asesinatos y pendencias que han tenido lugar en la semana, y de todo lo que es propio de su vida vagabunda y desocupada.
Siempre hay entre ellos un payador o cantor, que hace el gasto de la función, sin gastar él nada. En su lenguaje tosco y desaliñado, pero a menudo poético y vehemente, improvisa, acompañándose con la guitarra, cantos más o menos lardos, cuyo asunto está tomado de la misma fuente de sus conversaciones, o de las desgracias y trabajos de algún caudillo famoso, de los malones (expediciones contra los cristianos), de los indios, o de sus propias aventuras.
Así el gaucho, en su estado de peón, es. a juicio nuestro, el tipo más prominente que ofrece la sociabilidad argentina. El que habita en los pueblos como el que tiene un pequeño patrimonio y vive independiente, aunque participan de la mayor parte de las cualidades que caracterizan al primero, ni tienen su espontaneidad, ni tantos puntos de contacto como él con los habitantes de los demás países de América, donde existen condiciones de existencia análogas a la suya.
Arrancamos como punto de partida de las estancias, para que se vea, cómo aislada, sin vecinos, casi sin comercio con el resto de los hombres, cada familia forma una pequeña colonia; como ese aislamiento detiene e impide los progresos de la civilización, que no puede acrecentarse sino a medida que la sociedad se hace más numerosa, y los lazos que la unen más íntimos y multiplicados; para que se note, de paso, cómo la soledad desenvuelve y cimenta en el hombre el sentimiento de la independencia y la libertad; cómo nutre esa altivez de carácter que en todos los tiempos ha distinguido a los pueblos de raza castellana.
Se comprenderá, sin decirlo, que en tan simular asociación, todo orden sistemado y recular de gobierno se hace imposible. Existe un comandante general en la campaña, y un juez de paz en los pueblos; pero su autoridad no pasa de un radio muy limitado. El desierto y la soledad hacen ineficaces las mejores leyes y disposiciones, e imprimen en los hábitos y costumbres cierta rudeza selvática, ciertos instintos bárbaros, propios de la vida nómada y errante, como lo ha expresado perfectamente el coronel don Pedro Andrés García, enviado por la primera junta gubernativa de Buenos Aires, para entre otras cosas averiguar y examinar el estado actual de la campaña, y proponer las medidas que creyese más convenientes para su mejora y prosperidad, el cual se expresa en estos términos: “Las más sabias leyes, las medidas más rigurosas de policía, no obrarán jamás sobre una población esparcida en campos inmensos, y sobre unas personas que pueden mudar de domicilio, con la misma facilidad que los árabes o los pampas”. (Diario de un viaje a Salinas Grandes.)
Y en efecto, considerando al gaucho desde la cuna, se ve que apenas puede sostenerse sobre el caballo, es decir, desde la edad de cinco o seis años, éste es una parte integrante de su persona: desde que llega a la pubertad, le ensilla con el sol, y no se desmonta sino para comer, jugar y dormir; si como sucede a menudo, el dueño de la estancia donde ha nacido, aunque muy honrado en el fondo, es un infeliz cuya razón no ha podido ser cultivada, crece y llega a hombre, sin tener más que una idea confusa y no muy buena de la divinidad; como se cría domando potros, decollando novillos, corriendo carreras que a veces le cuestan la vida. vagando solo en la inmensidad de los campos, sin más armas que su lazo, sus bolas y su puñal; cruzando a nado los ríos más caudalosos, prendido con una mano de las crines de su corcel, y con la otra nadando y empujándole contra la corriente; como se cría luchando con los animales feroces, y muy especialmente con los tigres, que suelen asaltarle al cruzar un bosque, y con más frecuencia en la margen de los grandes ríos; expuesto a las acechanzas de los ganchos malos, especie de bandidos, capaces de asesinarle por la chaqueta que lleva puesta, por las espuelas, o el poncho; acostumbrado a soportar horas enteras los ardientes rayos del sol en el rigor del verano, y los helados cierzos del más frío invierno; a dormir en todas las estaciones a la intemperie, bajo un ombú, o una tapera (casa derribada en medio del campo); a galopar tres días y tres noches sin descansar, y a alimentarse únicamente de carne medio asada, sin sal, sin pan, sin más principio ni postre; el gaucho reúne en su carácter mucho de la energía independiente de la raza guaraní, y mucho de la fortaleza de hierro y extraordinario valor de los primeros conquistadores.
La necesidad de luchar brazo a brazo con una naturaleza exótica y grandiosa, los peligros siempre renacientes que le rodean, la costumbre de verter sangre diariamente, el desamparo y orfandad a que se ve reducido desde sus primeros años, le hacen reconcentrarse en su personalidad, desenvolver sus facultades físicas de un modo maravilloso, y adquirir una indiferencia, verdaderamente admirable, para dar y recibir la muerte.
Como sus necesidades son muy limitadas y le bastan pocos días de trabajo para satisfacerlas largo tiempo, como está seguro de encontrar otra estancia donde acomodarse cuando se le antoje dejar a su patrón, por la escasez de brazos y hombres inteligentes en las faenas rurales, se acostumbra desde sus más tiernos años a no depender de nadie y a considerar a sus superiores de igual a igual. No le dará título de amo por todo el oro del mundo: patrón a secas y gracias. Ay del temerario que, desconociendo su carácter, y confiado en su calidad de señor, le insultase, aunque fuese con motivo, sin prevenirse… antes de acabar la frase, una certera puñalada le dejaría tendido en tierra, y los demás compañeros facilitarían al asesino el mejor caballo para que huyera, si se hallaba en paraje donde pudiera alcanzarle la justicia.
El gaucho, aunque despejado, con muy felices disposiciones, y también noble y generoso, cuando todavía la desgracia no ha agriado su carácter, es supersticioso, desconfiado, muy reservado y lleno do antipatías contra el hombre de la ciudad, que tiene otras maneras, otros hábitos, otras ideas; que habla de distinto modo, y hasta usa otro traje. Él le desdeña y menosprecia altamente, y no se toma el trabajo de ocultarlo.
Existe entre ambos una repulsión instintiva e involuntaria, porque el contraste, en efecto, no puede ser más chocante; comparemos un hombre vestido a la europea, con frac y pantalones, sombrero de castor y guantes, cortada su barba y cabellera, con otro cuya larga melena circunda su cuello, da una expresión feroz a su tostado semblante y un aire de melancólica altivez a su mirada fija e imponente, mientras cae sobre el pecho su prolongada barba, más negra y reluciente que el ébano. Veámosle tal como aparecería a nuestro ojos, si nos trasladásemos a los campos de Buenos Aires. Montevideo o La Rioja. Contemplemos su sombrero de copa redonda y ancha ala, adornado con algunas flores, prenda de amor, o plumas de pavo real; su chaqueta de grana o paño, caprichosamente bordada; su chiripá (dos o tres varas de seda o bayeta) envuelto alrededor de la cintura, y ya recogido entre los muslos, ya suelto y a guisa de saya descendiendo hasta los tobillos, sujeto por una banda o tirador, donde guarda los avíos para fumar, el dinero, etc., y que sirve además para colocar, atravesado, el enorme cuchillo, comúnmente de vaina y cabo de plata, su compañero inseparable, que no abandona en ninguna ocasión ni circunstancia, y tan afilado que puede un hombre afeitarse con él (según Azara): contemplemos su ancho calzoncillo de lienzo, adornado en los extremos con un gran fleco o crivao que, resguardando sus piernas, oculta a medias unas espuelas de plata colosales, y las blanquecinas botas de potro, formadas con la piel sobada de este animal, las cuales, partidas en la punta, dejan al descubierto los dedos de los pies para asegurarse mejor en el estribo, de forma triangular y tan pequeño, que apenas cabe el dedo principal. Echemos, en fin, una última ojeada sobre el poncho que se mete por la cabeza y que, doblado sobre los hombros de uno y otro lado para jugar los brazos, llega por delante hasta las rodillas, y acaba, junto con el extraño arreo de su caballo, que no describiremos porque nos parece inútil perder el tiempo en digresiones cuando no son necesarias, acaba por darle un aspecto verdaderamente raro y original.
…Hemos indicado ya la especie de instinto de locomoción que le obliga a no permanecer mucho tiempo en un mismo paraje y a dejar por el menor pretexto, a veces sin ninguno, la estancia donde reside; parece que su alma indómita, ansiosa de libertad, necesita a menudo perderse en la inmensidad de los desiertos; parece que halla un misterioso deleite inefable en la soledad, en el silencio, en el peligro, en los azares de los campos, en la pompa majestuosa de su imponente, lujosa y gigante naturaleza.
Así el gaucho, sin ser nómade, pasa la mayor parte de su vida errante de estancia en estancia y de pago en pago.
…El haber señalado, el modo como ha nacido y se ha desenvuelto ese elemento bárbaro, pero lleno de vida y esperanzas en el porvenir, así como su carácter y la posición que ocupa en nuestra sociedad: elemento que constituye, propiamente hablando, ya mayoría de las provincias del Río de la Plata.
La mayoría del Plata, repetimos, que se simboliza en el gaucho, tal como lo hemos descrito; el cual, en medio de su vida aventurera, abandonado desde la infancia a sus instintos y propias fuerzas; ignorante, audaz, rebelde a toda autoridad; más extraviado por falsas ideas que corrompido y malo; acostumbrado a conducirse en los actos más triviales como en los más solemnes de la vida, sin el freno de la sociedad y de las leyes, es el bárbaro en todo el sentimiento y la espontaneidad de la independencia individual: es, en una palabra, el hombre que actualmente, en una sociedad tan regular, es muy difícil concebir.
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